Esta es la historia de un hombre mayor, muy enfermo, con el tiempo contado para morir.
Estaba en los últimos momentos de su vida, solo, muy solo, como resultado de haber tenido la obsesión diaria por el control de la conjugación en primera persona de cuatro verbos: saber, poder, tener y valer.
“Yo sé, yo puedo, yo tengo y yo valgo” eran los protagonistas de sus conversaciones, siempre precedidas por el egoísta yo.
Tanto era así que habiendo abandonado todos los valores, buscó dentro de sí el mal que en todas las acciones le dominaba, sin piedad. Quiso saberlo todo y no dudar, lo que le alejó de todos sus amigos de la infancia por ya no poder aguantar tanta arrogancia, no hablemos de hacer nuevos. Quiso tener poder para conseguir todos sus retos y dominar a todos aquellos que le rodeaban, empresarialmente, políticamente, pensando que siempre tomaría las decisiones correctas, sin importar jamás otras personas, salvo él. Quiso tenerlo todo, lo material inundaba su vida, las cosas más valiosas, los mejores coches, relojes y las mejores casas. Quiso poseer a las mujeres más bellas sin sentimiento. Finalmente quiso valer más que nadie, entendía que lo importante era aquello que más valor tenía, sintiendo un enorme desprecio por aquellos cuyo éxito no comprendía. Horas en los despachos sin volver a casa, aviones, nunca estar atento a nadie, muchos ceros en sus cuentas, muchas casas grandes con de todo, pero sin gente, mucho de mucho, era poco para él.
Ese día en el que no había pensado estaba llegando, rodeado de enfermeros a sueldo, estaba con la tan temida soledad como única compañera y un respirador.
Al caer el sol del frío día de invierno, sonó un timbre inesperado. Era un joven con barba, con semblante de paz, el mayordomo le echó unos 33 años, no entendía nada por no haberle visto jamás aunque su cara le resultaba familiar, motivo por lo que le dejó entrar pensando que era un pariente lejano de su jefe. El joven entró con una educación exquisita, tanta confianza y paz, que fue dejado pasar por los salones y pasillos por seguridad, médicos y enfermeros hasta los aposentos del anciano. Este, al ver al joven se extrañó tanto que sintió miedo, empezó a gritar desesperado sin atender nadie a su grito, el joven sonreía y paso a paso, se acercó. El viejo sentía un temor inaudito, pánico, temblaba sin igual, hasta que el joven cogió una silla, se sentó a su lado y le cogió la mano con tal cariño, para el desconocido.
El joven le dijo: “Tranquilo, tenemos tiempo”.
“No entiendo”, respondió el anciano. Él contaba ya los minutos hasta lo desconocido, hasta el final, su final.
Empezaron a hablar y poco a poco el anciano con una sorprendente lucidez le fue desgranando toda su vida, no entendiendo como el joven le podía aguantar tanta maldad con tan semblante de paz. En su vida había predominado el odio, el egoísmo, el sexo, el dinero, lo material; empezó a contar el daño que había hecho a terceros, a describir todo lo comprado a costa de ese odio interno. Le contó a cuantas mujeres había despreciado después del sexo, a cuantas había comprado con joyas que ahora guardaba en una caja fuerte de la que solo él sabía la combinación; empezó a hablar de las familias que había destrozado por echarlas de sus trabajos, las almas que había comprado, siguió, siguió soltando todas las barbaridades por su boca: la droga que había consumido, los nombres de las personas que había arruinado… Cada vez más sorprendido por no ver inmutarse al joven, el cual seguía a su lado cogiéndole de la mano cada vez con más fuerza, sus ojos los tenía clavados en él, siendo el único que de verdad estaba a su lado, escuchando.
El anciano siguió hablando durante horas, tiempo que pensaba que ya no le quedaba. Cuando acabó, un charco de lágrimas inundaba su cama y empapado en llanto gritó:
“Y ahora no puedo pedir perdón, me voy sin pedir perdón”
El joven, otra vez volvió a sonreír y tras unos segundos de silencio le contestó: “Miguel, no importa el momento, la suerte al pedir perdón, es saberse perdonado”
Pasados unos minutos, acudiendo el mayordomo a abrir la puerta lo que le extrañó fue ver salir a un Padre mayor, ya peinaba canas, un hombre con sotana y un libro bajo el brazo que, con la misma educación, se despidió y marchó.
Cuando el mayordomo preocupado corrió a la habitación del anciano, el también se había ido.
PD: Gracias P. Pablo.