Era una día de invierno, hacía frío y yo “privilegiada” estaba en un barracón donde a los judíos con suerte nos encerraban, digo con suerte porque tras haber visto con mis ojos lo que vi, yo puedo decir que tenía comida diaria y vivía en unas condiciones lamentables, pero condiciones.
Pasaban los días y creí haberla visto, pero no sabía si era ella, tuve la esperanza. Tras meses en un sitio donde cada día pasaban cientos de personas desconocidas para mí, entre rayas, entre la injusticia, entre la inhumanidad, entre el hambre, la muerte, la desesperación, de repente allí estaba: Un cuerpecillo con mirada asustadiza, una pequeña mujer de 15 años que la vida le había golpeado antes de tiempo, sin haber aprendido todavía a defenderse, había dejado de ser niña. La encontré.
No pude contenerme y fui corriendo hacia la valla, aun a sabiendas del riesgo de perder la vida y grité: “ANA”. Sí, era ella, se giró y volvió hacia mí. Su cuerpecillo desnutrido pedía a gritos ayuda. En nada se parecía a aquella Ana que había conocido de pequeña, risueña, simpática, pizpireta, con hambre de comerse el mundo, no pan, pero de alguna manera seguía siendo ella; aquella estudiante inteligente, aquella niña con la que jugaba de pequeña, aquella amiga.
Por mucho que algunos hubieran secuestrado su cuerpo, nadie pudo secuestrar su mirada, pero casi sin poder moverse, delgada, enferma, me pidió que le ayudara.
Iban pasando los días y yo intentaba recolectar lo poco que pude lo metí en un calcetín y esa noche quedamos. Sobre todo ciruelas secas. Era noche de invierno, obscura, fría, pero el hambre ganaba al miedo. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, vi un cuerpo solo cubierto por una manta, su ropa llena de piojos ya no le servía, miraba con angustia pero con ganas de sobrevivir. Enferma había perdido a la mayor parte de su familia, su madre, su hermana acaba de morir atacada por la enfermedad del tifus, que tristemente compartía y de su padre no tenía noticias.
Ana me miró y yo lancé el calcetín con todas mis fuerzas, con todas mis ganas, cogiendo el cielo paso el conjunto de cuadrados de metal y pinchos, llegando a su destino. La noche se tornó oscura, y sólo pude oír llorar. Una voz débil e indefensa confesaba como alguien más fuerte, como de animales se tratara, había cogido el calcetín que lancé y había salido corriendo. No pude más que consolarla.
Los sollozos de Ana, hicieron que sacara toda mi fuerza y le dije: “No te preocupes, lo intentaremos otra vez”. ¿Qué podía decir?
Empecé de nuevo la batalla de la recolección para ayudar a mi amiga, mismo procedimiento, misma técnica, misma generosidad de aquellas que me dieron algo de lo poco que teníamos.
Volvimos a quedar, habían pasado días, que para ella, seguro que fueron como semanas. Su fragilidad ya casi no se distinguía por la noche, sus ojos secos de llanto, enferma, sé que si hubiera sabido que su padre vivía a lo mejor hubiera encontrado un poco de fuerzas para seguir luchando, pero lo ignoraba.
Esa noche lo conseguimos, ganamos la batalla al hambre, al miedo. Un éxito, un calcetín volando, alcanzando su destino. Fue la última noche que la vi, la última.
El 12 de Marzo de un día de invierno frío, Ana murió, pero dejó su diario para la eternidad.
Basado en un testimonio real del documental de «Ana Frank, la historia jamás contada».
Ana Frank, murió tras un alambre de espino, quizá bandera de todos aquellos niños y niñas que hoy están siendo asesinados en otros lugares del mundo por ser diferentes, en condiciones similares. Por ser nuestro deber parar esta barbarie, para que no permitamos que vuelva a ocurrir, como ocurre, por todos y todas las Anas Franks del siglo XXI de Irak, Siria, Nigeria, etc.